Objetivo desenfocado

En la Fundación Canal, en Madrid, se inauguró el 22 de octubre la exposición Mujeres en plural. Las mujeres a través del objetivo de los grandes fotógrafos del siglo XX.

La publicidad dice que la muestra “recoge la evolución que ha experimentado el mundo femenino durante el siglo pasado”. La idea me pareció muy sugerente. En especial porque hace apenas un mes que se clausuró Fotografía de moda. Los años de Condé Nast 1923-1937, en el Museo del Traje, una monográfica de fotos de Edward Steichen para las revistas Vanity Fair y Vogue, verdaderamente fascinante, en las que la maestría del fotógrafo adentra al espectador en el espíritu de la época a través de la moda y el glamour.

Pensando que Mujeres en plural sería un paso más para comprender no ya unos años, sino todo un siglo, de lo femenino, tomé el autobús en dirección a Plaza de Castilla.

Hice un primer recorrido atento, disfrutando de la tranquilidad de las salas. Cada foto es interesante en sí misma, unas más que otras, pero por más que las miré de cerca y en conjunto, volví sobre mis pasos, cambié de ángulo, no conseguí encontrar el discurso expositivo que me explicara, como el folleto prometía, el mundo femenino a lo largo de los intensos cien años que hemos dejado atrás. Me dije que algo se me había escapado y aunque los retratos saltan de época, de estilo y de autor, el hilo conductor debía estar en alguna parte.

Solamente los cuatro de Marilyn Monroe están juntos, pero no me atreví a otorgarle un significado concreto. Seguí adelante y me detuve ante dos primeros planos, contiguos, de mujeres con tocado de velo, fumando un cigarrillo enfundado en una boquilla. Una es la actriz Anouk Aimé, en el año 61, bellísima, intensa, sofisticada. La otra una modelo, no menos hermosa, fotografiada por William Klein un año antes. Las miré y las remiré, preguntándome: ¿por qué están juntas? No encontré respuesta y, algo avergonzada, seguí avanzando.

De la serie de Garry Winogrand, Women are Beautiful, de los sesenta, hay varias fotos, desperdigadas ¿Por qué? ¿es que emparejadas con otras contribuyen mejor al objetivo de la exposición? Quizás. Una joven rubia surgiendo por la izquierda, como si la hubieran sorprendido saliendo de una tienda (lleva una bolsa de papel) que no vemos, observada por dos hombres con corbata, apuestos y sonrientes que caminan tras ella. Su pareja de pared es una mujer de edad, que nos mira complacida de pie en un pasaje abierto entre edificios altos y de apariencia vulgar, en contraste con su elegancia: zapatos de medio tacón, sombrero claro, collar de bolas grandes y pendientes a juego, gruesos aros como pulseras y un perrito faldero, puntiagudo todo él, al que sujeta por la correa. Una foto de Cecil Beaton del año 59, coetánea a la anterior. Para mí, un dúo enigmático.

Un poco más adelante, otro par atrajo mi atención. En Round the Clock Horst P. Horst, en 1987, fotografió unas piernas de mujer vistas de espalda, subidas en unos zapatos de suela clara y tacones altos y afilados. Enfundadas en finas medias con costura, rematadas en encaje, sujetas con ligueros, un tutú levantado deja al descubierto unas nalgas perfectas, en una erótica posición que deja entrever lo que siempre permanece oculto. Al lado otras piernas, estas de frente, de una mujer sentada, calzando unas ajadas sandalias trenzadas, planas, con un tobillo deformado y las medias remendadas, de 1934 por Dorothea Laya. ¿Las piernas del año 34 han evolucionado hasta las del 87, me pregunté? Pero, argüí conmigo misma, ¿acaso en los años 30 no había piernas igualmente sugerentes? ¿y no sigue persistiendo hoy, por desgracia, la desolada miseria que transmiten las otras?

Desistí de mi esfuerzo y, bastante compungida, regresé a casa y busqué el dossier de la exposición. Allí, por fin, encontré la clave. La comisaria, Lola Garrido, coleccionista y crítica, explica que la muestra no obedece a criterios cronológicos ni pretende convertirse en una radiografía histórica ni antropológica. Respiré aliviada al verme así absuelta de mi torpeza y me dije a mí misma que la comisaria había conseguido su objetivo, pero que no era muy correcto ofrecer al público algo diferente a lo que se va a encontrar.

Así que no piquen como yo lo hice y no busquen el discurso que no hay. Vayan a verla sin más, a disfrutar de cada fotografía. En particular recomendaría recrearse ante dos de ellas, de una llamativa intensidad:

Lella en Bretaña, de 1947, de Edouard Boubat. Una mujer joven, menuda con el rostro ladeado, los labios juntos pero no apretados, la mirada lejana, determinada. Es el símbolo perfecto de esa sorprendente mezcla de fragilidad y fortaleza, de pobreza y dignidad, que transmitían las mujeres de la clase obrera ya cincuenta años antes, como la que camina en primer plano con un bebé en su brazo derecho en el cuadro de Pelliza da Volpedo que se hizo famoso como cartel de la película Novecento. Es cualquiera de las mujeres que han perdido algo, pero que no se resignan ni a abandonarlo ni a dejar de vivir.

Y Mujer en el bar, en la sala interior, de Robert Doisneau, de 1954. Sentada ante una mesa con un escotado vestido sin tirantes que deja ver con generosidad sus pechos, perlas baratas, pelo descuidado, párpados bajos, como si mirara hacia una profundidad que sólo ella conoce. A su espalda, un gran espejo refleja, en una esquina, al fotógrafo con su cámara, aumentando la sensación de descuidado desaliño. Hay en ella la impotente desolación de la sensualidad comerciada, como si el fotógrafo, al atraparla en su negativo, fuera ya su próximo cliente.

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