Pasión por la vida

Cuando tengamos ochenta años y miremos hacia detrás, debemos tener la certeza de que hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano, que disfrutamos las oportunidades que se nos pusieron delante, que conseguimos lo que nos propusimos. Ni por un instante querremos reprocharnos –“pudiste estar allí, pero te lo perdiste”-. Intentemos disfrutar cada segundo de la vida como si fuese el último: la apatía debería ser desterrada de la conciencia colectiva. La pasión por la vida es una actitud.

Formamos parte de una sociedad de contrastes, donde a menudo los acontecimientos se muestran injustos con personas valiosas. Lo que muchos no consiguen en toda una existencia de sacrificio, otros lo poseen desde la cuna sin esfuerzo, por el mero hecho de haber nacido. Pese a las facilidades con las que algunos llegan a este mundo, son incapaces de alcanzar la felicidad. En vez de valorar y disfrutar lo que la vida les ha regalado y que otros contemporáneos suyos no alcanzarán jamás, desprecian tan admirable privilegio y se dedican a vagar entre las sombras de las frustraciones, dudas e insatisfacciones permanentes.

En vez de valorar y disfrutar lo que la vida les ha regalado y que otros contemporáneos suyos no alcanzarán jamás, desprecian tan admirable privilegio y se dedican a vagar entre las sombras de las frustraciones, dudas e insatisfacciones permanentes.

Sin embargo otros con pocos medios pero rebosantes de ilusión, consiguen una vida plena y dichosa; disfrutan de la vida maravillándose con cada pequeño detalle: una sobremesa con amigos, un atardecer, el olor a tierra mojada, el primer pasito de un hijo, un beso robado, una estrella fugaz, el sonido relajante de las olas, el arco iris, un fuerte abrazo, el recuerdo que evoca una melodía, un despertar al lado de la persona amada, ese sms –“me gusta soñar contigo, pero más aún hacer realidad esos sueños a tu lado”– que guardas y relees, el florecer de una rosa, un cielo azul, sobrevolar las nubes, el calor del sol, un buen libro, un reencuentro inesperado, un arrebato pasional, caminar descalzos sobre la orilla, un almendro en febrero, una conversación íntima, cantar y bailar hasta el agotamiento, acariciar un cachorro, la sonrisa de un niño, comer tarta de chocolate, recibir un regalo sorpresa, la brisa del mar, el acorde de un violín, una mirada cómplice, los tejados de Madrid…

Sensaciones tan simples como intensas que requieren optimismo y ganas de vivir para ser percibidas, que están al alcance de todos, pero que para su propia desgracia, algunos no son capaces de apreciar.

Cuando rememoramos momentos claves de una vida nunca referenciamos el día que recibimos el bonus por cumplimiento de objetivos o cuando ganamos un cliente estratégico para nuestra empresa. Nos acordamos de los viajes de fin de curso, de la fiesta de graduación, del día que nos independizamos, de cuando por fin pisamos ese destino lejano, de la juerga que culminamos bailando encima de una barra, de la llegada de ese beso que jugamos a conseguir, de la puesta en marcha del proyecto que nos ilusionó, de aquellas noches enteras sin dormir en casa de la persona que tanto nos inspiró, de la mirada que nos cambió una vida, de la osadía que nos agenció un pasaje para compartir experiencias con personalidades fascinantes, de la llegada del reconocimiento merecido a tanto talento, del verso que nos escribieron y las baladas que nos susurraron al oído… Paradójicamente destinamos mucho tiempo, esfuerzo y energía a la consecución de los dichosos bonus mientras descuidamos los pequeños detalles que moldean la felicidad verdadera.

Los momentos inolvidables no vuelven, cada instante es único. Llegarán otros muchos -mejores o peores- pero nunca iguales. Disfruta cada uno de ellos con una pasión tan aguda que te duela.

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