¡Unas verdaderas heroínas!

¿Quiénes son?
Existe una raza de españolas que se casaron allá por los cincuenta, que tienen hoy unos setenta y cinco años, que no se han divorciado pero que les hubiese gustado hacerlo. De esas trato aquí, no de otras. Que las hay. Vaya por delante.

Trabajadoras impenitentes. Nacidas y criadas en una España rural, presa de la carestía de posguerra y sujetas a la autoridad del padre, el marido y el señor cura; emprendieron su vida creyéndose todo lo que les contaban y obedeciendo.

Algunas, las más espabiladas, aprendieron a leer y a escribir. ¡Hasta consiguieron llegar a bibliotecarias de su pueblo! Pertenecieron a Acción Católica y hacían teatro en la parroquia. Eso si tenían la suerte de haber nacido en una casa en la que la lectura estuviese bien vista. Pero si no, su destino era “fregar, barrer, casarse y tener hijos”. Que era lo único para lo que nacían las mujeres españolas por aquel entonces. Eso o quedarse en casa y cuidar de sus padres el resto de sus días. La soltería estaba muy mal vista y la vida como mujer independiente, también. Con estos mimbres crecían y se desarrollaban intentando/creyendo ser felices a golpe de moldear su intimidad y sus emociones al son que marcaban los días de precepto y las confesiones y penitencias dictadas Don Antonio (por poner un nombre), el cura del lugar y a la postre, guía espiritual de todo el pueblo.

Del mito a la realidad
La idea del matrimonio, adornada por las interminables tardes de costura del ajuar, se convertía en la “gran aventura” de todas las mujeres. El noviazgo era tiempo de construir la creencia de que la pareja era quien ella creía que era. Además, el encuentro íntimo elevado a la categoría de mito, alimentaba todo tipo de inquietudes y misterio.

Así, ataviadas de ilusión, tules y virginidad, cambiaban de vida de la noche a la mañana. Sin más herramientas en su haber que saber fregar, barrer, coser y soñar.

La idea del matrimonio, adornada por las interminables tardes de costura del ajuar, se convertía en la “gran aventura” de todas las mujeres.La realidad de la vida fue dura con ellas. Les descubrió que el hombre creído no era tal. Que ganarse el pan era lo primero y que poco podían hacer con el ajuar. Punto y final. Ahí empezó todo. Unas saltaron con sus compañeros a París, otras a Alemania, otras se quedaron aquí. La España rural se vació.

Y ellas se hicieron fuertes. Atrincheradas en su fortaleza interior, aprendieron a llorar en silencio y a actuar. Forjadas en la idea de que la familia es lo primero y el matrimonio un “sacrificio” para toda la vida: parieron a sus hijos, mantuvieron limpios y ordenados sus hogares, llenaron las despensas e hicieron crecer el patrimonio familiar a golpe de bayeta, de aguja y de disgustos. Porque, no saben hoy todavía porqué, sus hombres, los novios “creídos” seguían viviendo “a su aire”.

¿Qué hacen con el hombre equivocado?
Hoy nos divorciamos. Pero ellas no. Para entender esto hay que comprender su historia. Se decía entonces que el que de novios apuntaba unas formas, después de casado las multiplicaba. Esta fórmula aplicaba a todos. Sin excepción. En lo bueno y en lo malo. Con respecto a lo primero nada que decir. Difícil es: hablar de lo malo. Pues no es más malo aquello que más se ve. De eso se podían poner a salvo. Pero de lo que ninguna podía librarse era de los vicios del alma. Delicados y sutiles por imperceptibles. Esos que, de ser virtudes, crean la gran diferencia entre ser feliz y ser infeliz; entre construir o destruir.

Y así, se forjaron al margen de sus hombres pero con ellos. Sin traicionar sus principios pero hoy ya, renegando de los mismos. Algunas han conseguido dominar al contrario y marcar el rumbo. Otras, sencillamente han aplicado aquello de: “si no puedes con tu enemigo, únete a él” y sobreviven. ¡Que no es poco!

*Nota: Carmen Martín Gaite escribió en 1987, “Usos amorosos de la posguerra española”. Un libro brillante cuya lectura recomiendo a quien quiera profundizar en el tema.

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