El avaro

Podría pensarse que el viejo Harpagón ha llamado a la puerta de nuestro imaginario traído de la mano por la crisis de los bancos y las entidades de préstamo norteamericanas. No es así. Sé que Juan Luis Galiardo lleva pensando en este proyecto mucho tiempo; creo que fue en los descansos de los ensayos de Edipo Rey, el pasado verano, cuando comenzaron a hablar Jorge Lavelli y él sobre esta obra. Y es que el teatro no busca la actualidad, eso es falso: el teatro busca aquello de eterno que hay en nuestro paso por el mundo. Harpagón nos interesa porque habla de nosotros, estén donde estén los índices de la Bolsa…

Molière hundía sus raíces en Plauto, en su «comedia de la olla». Para Molière sirve la frase célebre de Terencio, nada humano le es ajeno: muestra una actitud tan risible porque sabe que es cercana, real, humana. Hay un hilo fácil de descubrir, que une a Plauto con Molière y a éste con Chaplin o Billy Wilder. Una mirada divertida pero llena de piedad para seres que son tan miserables como cualquiera de nosotros. Por eso hablamos de algo eterno. Nuestro miedo, nuestra pequeñez.

Contado de una forma tan sencilla que podría servir para un guiñol en un parque, para hacer reír a un grupo de niños. Contado de una forma tan profunda y sabia que revela toda la verdad sobre nuestros miedos.

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