La familia ha sido presentada como un refugio, un espacio de solidaridad que protege de la dureza del mundo exterior. Sin embargo las relaciones familiares están atravesadas por tensiones conflictivas que se plantean entre los géneros y entre las generaciones.
Hoy en día existe la posibilidad del divorcio y esto afecta las relaciones de pareja aún cuando los cónyuges permanezcan unidos, dando lugar a maniobras, generalmente implementadas por los hombres, para controlar el patrimonio en caso de conflicto. Estas tensiones aumentan cuando se trata de una unión conyugal constituida con posterioridad al divorcio de uno o ambos integrantes, y en especial, si conviven en el hogar hijos habidos en uniones anteriores.
No es cierto que todos estén en igualdad
Las declaraciones voluntaristas acerca de que todos los hijos están en condiciones de igualdad, no reconocen que entre nosotros la filiación biológica se considera muy importante. El hijo biológico aparece como un representante de la propia persona, aunque a veces hay rasgos físicos y psíquicos semejantes al otro progenitor que dan por tierra con esa ilusión de auto reproducción.
La presencia de hijos de una pareja divorciada en un hogar donde en la mayor parte de los casos conviven la mujer, sus hijos y el nuevo marido o compañero, implica un potencial conflictivo que en ocasiones promueve trastornos familiares. Sobre la base de mi experiencia como psicoanalista, y de las observaciones realizadas en un estudio en curso sobre temas de familia y de trabajo, planteo la hipótesis de que son los varones quienes presentan mayor dificultad para aceptar a los hijos de su esposa, con quienes suelen convivir. Cuando es la mujer quien vive con algún hijo del marido, si bien también surgen conflictos, la actitud que he observado es de mayor aceptación emocional.
¿Por qué existe esta diferencia? ¿Estamos acaso ante una tendencia femenina esencial hacia la bondad? No creo que éste sea el caso. Las mujeres son educadas para inhibir la expresión de su agresividad y las actitudes maternales se consideran parte esencial de la feminidad social. En la mayor parte de los casos sus ingresos son menores que los del compañero, y por lo tanto dependen de él para su manutención y la de los hijos, situación que se agrava por la frecuente deserción económica del padre, que no cumple con sus obligaciones. La aceptación de los hijos del cónyuge las coloca en posición de reclamarle una actitud semejante hacia sus propios hijos. En algunos casos, el nacimiento de una criatura en común tiene por objetivo sellar una unión que podría disolverse por los conflictos de elevada intensidad que la atraviesan. Ellas ponen literalmente el cuerpo para reconstituir una nueva familia.
Los varones, por su parte, tienden a considerar a la esposa o compañera como de su propiedad. Las expresiones “entrega amorosa” o “pertenecer a un hombre” que se aplican a la actitud de las mujeres enamoradas, difícilmente encuentran un correlato en el imaginario masculino. La presencia de hijos producto de otra unión evoca al primer esposo, que es sentido como un rival, por lo que son con frecuencia experimentados como “los hijos del otro”.
Podremos comprender mejor esta situación si recordamos que a veces la espera de un hijo propio desencadena celos en el futuro padre, quien durante el embarazo puede tornarse agresivo o embarcarse en infidelidades y otras conductas sintomáticas. Esta problemática se exacerba cuando los hijos no son propios y se manifiesta en conflictos y en decisiones económicas relacionadas con los mismos.
El rol de la ley
Aunque el nuevo matrimonio ahora es legal, en algunos casos se prefiere mantener el carácter consensual de la unión. Eso favorece que los derechos y obligaciones recíprocas no estén claramente regulados, dando lugar al desarrollo de una ambigüedad significativa en las relaciones conyugales. En ocasiones es el varón quien se niega a formalizar la unión porque manifiesta estar traumatizado por el fracaso anterior, y expresa la necesidad de sentirse libre de ataduras legales.
Pero la ley no solo ata, sino que también pacifica al establecer con claridad los derechos de todos. Ocurre que aunque el empleo masculino está fuertemente afectado por la crisis y la recesión, todavía son más los hombres que aportan el principal ingreso al hogar. En estos arreglos familiares, ellos proveen para las necesidades cotidianas, pero administran de forma unilateral el ahorro, aunque no lo destinen a lujos o gastos personales. El beneficio que obtienen pasa más bien por la posibilidad de mantener el control.
Cuando la situación se invierte por que por diversos motivos el hombre no desea tener bienes a su nombre, es frecuente que reclame algún arreglo que garantice sus derechos y aquí es donde surge como argumento la necesidad de preservar la herencia de los hijos propios. Esto demuestra que el hijo biológico se experimenta en esas situaciones como un descendiente legítimo, mientras que los otros son objeto de un rechazo, a veces explícito y otras veces latente.
Las familias suelen estar lejos de ser un “dulce hogar”, y en especial, las familias ensambladas tienen un largo camino por recorrer para crear arreglos culturales que den sentido y legitimidad a su convivencia y favorezcan una mayor equidad en las relaciones entre mujeres y varones.