Uno de los síntomas de que nos vamos haciendo mayores, aparte del gasto en cremas y ampollas de efecto lifting tan inmediato como efímero, es la añoranza de los tiempos pasados, incluso en lo político. Personalmente me rebelo, con poco éxito, contra la creciente simpatía que me inspira Felipe González. En parte la achaco a su sorprendente parecido físico con mi único hermano pero, además, reconozco que con el ex presidente se cumple el refrán de "Otros vendrán que bueno te harán".
Intento mantener a raya mis sentimientos porque aún no le he perdonado "el desencanto" de mis años mozos y porque tengo presente que, en sus largos años como presidente del gobierno, instauró algunos de los peores vicios de nuestra democracia, con tal éxito que aún no nos hemos librado de ellos. Contra Suárez inauguró la crispación y otorgó carta de respetabilidad a las estrategias para destruir al rival por cualquier medio. Cuando se detectó la corrupción no fue capaz ni de atajarla ni de establecer los procedimientos para erradicarla, la politización del poder judicial comenzó bajo su mandato y la opacidad del Estado alcanzó límites difíciles de superar.
Así todo, Felipe tuvo una frescura y una visión de país que le impidieron cometer errores en los que sus sucesores se zambullen con un optimismo que aterra. Con los años, ha tomado distancia de las consignas partidistas, ha ganado ironía y ha perdido sectarismo. Todo ello es tan ajeno a nuestro escenario político que es excusable sucumbir ante su encanto.
El pasado jueves 9 de octubre lo hice, viéndole en el Círculo de Bellas Artes en Madrid presentar con Rosa Conde, la que fue su ministra portavoz, y Bibiana Aído, actual Ministra de Igualdad, el libro de Amparo Rubiales Una mujer de mujeres. Lo describió como un relato autobiográfico, auténtico y teatral como la autora, que va de la anécdota a la categoría. Recomendó su lectura porque, además de ser ameno y estar bien escrito, cuenta la realidad cotidiana de las personas que nacieron durante la dictadura y vivieron bajo ella toda su juventud, sin resignarse, con rebeldía.
El público era digno de un semanario del colorín de políticos. Un ministro Bermejo que sigue sin tener aura, conspicuos representantes de la editorial (Juan C. luciendo un moreno de escándalo y Juan G. unas patillas que pedían a gritos una faca y un trabuco), altos cargos y otros que ya no lo son, como Soledad Murillo, a la que se le prodigaron muestras de afecto que hacen aún más incomprensible su desaparición de la vida política, periodistas, ex diputadas, ex ministras, académicas… Predominaban en número las mujeres, pero no voy a glosar los estilismos porque no les presté suficiente atención. En esta ocasión, el interés estaba en la mesa.
Hay dos cosas que me gustaron especialmente de la intervención del ex presidente, llena de humor, simpatía e inteligente distancia de sí mismo.
La primera fue que le advirtiera a la joven ministra contra la juvenil tentación de sucumbir a la atracción de la épica de sus mayores. Interpreto que su consejo de sabio lo improvisó tras escuchar la intervención de Aído. La ministra no habló del libro, sino de feminismo. Se recreó en la imagen de estandarte de una ideología que resulta "impertinente", aunque no creo que utilizara el término en el sentido de "poco pertinente", es decir, de inadecuada. Explicó también que ser feminista resulta agotador porque hay que estar siempre con la guardia alta. No dio más precisiones y me pregunto si se refería a las croquetas de Puri con las que su colega de gobierno, Solbes, hacía publicidad de la deuda pública sin que ella se enterase.
La segunda fue la referencia a las ideologías. La autora confiesa en el libro que cuando abandonó el cristianismo abrazó el marxismo, y González alegó que eso es mucho mejor que lo que le pasó a él, que cuando abandonó el marxismo no abrazó nada, encontrándose en una posición vital mucho más incómoda.
Me gustaría pensar que en sus palabras había una segunda advertencia a la joven ministra feminista: las ideologías no te llevan a ningún sitio. Y menos aún cuando se ejerce un cargo ejecutivo desde el que se gestiona el dinero y se interviene en el bienestar de todos los ciudadanos, tanto los que sueñan un mundo idéntico al que imagina la ministra como los que tienen una ensoñación algo diferente.
Felipe González, como todos los de su edad, tuvo la oportunidad de correr ante los grises, conspirar y hacer la revolución antes de llegar al poder. Aído y las feministas de su quinta corren el riesgo de ahogarse en la superflua revolución pendiente. Ya no tienen leyes contra las que rebelarse, ni prácticas discriminatorias generalizadas que denunciar y combatir. Ni tan siquiera pueden relatar experiencias personales creíbles de discriminación. En las sociedades democráticas todo es más complejo y nada tiene una sola causa ni un solo efecto. Por eso son inútiles la cómoda lucha contra el enemigo inexistente o los fáciles diagnósticos superficiales y vacíos. Las cosas tangibles y concretas se consiguen a partir de los consensos. La igualdad es ya un anhelo tan compartido socialmente como la felicidad o la salvación eterna, pero, por sí solo, no garantiza que una política esté bien definida, ni dirigida, ni ejecutada.
Hay mucho que reprocharle al pasado de Felipe González, pero eso no impide agradecerle también, intensamente, su presente.