Acompañar la creación de un texto es un privilegio, el ejercicio más sutil que pueda llevar a cabo alguien que enseña, y por eso, porque este libro lo hemos trabajado en el taller, estoy hoy con vosotros. Es un privilegio, digo, en particular en el caso de Carmen Vega, quien tenía, desde el principio, lo que yo creo que tiene que tener un buen escritor: la soberbia necesaria para sostener sus ideas y la modestia imprescindible para trabajar la forma. En el reparto de funciones de esta mesa, entre dos poetas, me toca hablar del libro considerándolo una colección de relatos, cuentos hiperbreves tal vez, ese género intermedio entre la poesía y la prosa. Así fue como fue concebido, aunque luego, en el momento de su edición, Cuadernos del Vigía eligió incluirlo en su colección de poesía. Así, pues, como prosista, defenderé mi punto de vista.
En La navaja de Buñuel, como en todo buen libro de cuentos, vemos un desarrollo claro de personajes, y no solamente de un "yo" poético: chatarreros, inmigrantes, amores perdidos o muertos, bandidos, un hombre hipopótamo, viajeros con pasaportes colgados del cuello, un niño que llora. Hay también espacios concretos bien delimitados, como en las buenas narraciones, y viajes, muchos viajes. La casa, la persistente casa de la que no se puede salir, o a la que no se puede volver: la casa, la casa, la casa. O esa tierra de nadie que existe entre dos países y que, por lo tanto, es mía, alguna iglesia, una tierra en la que florecen las gensileas, una estación de tren, maletas, maletas casi siempre vacías, un universo poblado por la presencia de esos pequeños seres que son los objetos, amigos u hostiles, por animales domésticos, animales sin prestigio, "un mundo en el que los sueños se han muerto, como las moscas en invierno".
Diría, para sumar más a mi favor, para defenderme prosaicamente con los artilugios de la prosa que, en este libro, como en toda narración intimista que se precie, existe un Yo poético reiterado o, podríamos decir los narradores, una sucesión de historias en primera persona que generan acciones, es decir, prosa. Es un yo que tanto escribe cartas como las recibe, que oye una canción, que ha ganado un concurso por comer de prisa semillas de girasol, que recuerda y recuerda, que intenta salir de algo que lo tiene atrapado, que es consciente del desorden, que busca una rutina que lo ayude a vivir, que, aunque ya no cree, todavía es capaz de rezar, que debe elegir entre el orden y la libertad, el yo omnipresente "cuyos ojos arden de mirarlo todo", que viaja por la carretera, que lee a Holderlin o a Eliot, a Dylan Thomas, que escucha la música de Steve Reich y Billy Hollydey, que ve cómo baila Fred Astaire. Y Buñuel, claro, Buñuel. Buñuel y la autora, Carmen Vega, que descubre, para esconderse, para que no la vean, una palabra evanescente como puede ser "pentimento", proveniente del mundo del arte, que recuerda, inesperadamente, los finos cuadros de Paul Delvaux.
Son textos fuertes, duros a veces, es cierto, pero son, creo yo, y ante todo, textos esperanzados, en los que queda un "todavía", una salida, o, lo que es mejor aún, ese sencillo placer de estar vivos. Y, sobre todas las historias, sobre todos los niveles del texto, el tiempo, ese tiempo informe, que se expande sin suturas,
Poesía o prosa, Uds. dirán. En todo caso, en los tiempos que corren, estas son categorías que no tienen demasiada importancia. Yo creo que es difícil contar, a la vez, como lo hace Carmen Vega, el miedo de vivir, la desazón de vivir, y el placer inagotable de estar vivos.
"Y, como un regalo de la providencia, he comprendido que quizá el paraíso del extranjero también es mío y que la cancela que me separa de los otros no es más que una frontera con celadores dormidos".
Pero Carmen no es amiga de solemnidades, y voy a terminar defendiendo mi tesis, o tal vez echándola por tierra, que da lo mismo en esta tarde lluviosa, rodeada de amigos:
Con un material como este, Kafka hubiera escrito "La metamorfosis/2", Dostoievsky, una versión de bolsillo, posiblemente abreviada, de los tres tomos que componen "Los demonios", algún músico anónimo habría escrito un blue, Joselito se habría desgañitado cantado "Una vez un ruiseñor" y Kusturika, con algo menos de coca, habría filmado una película intermedia entre "Undergrownd" y "La vida es un milagro".