Capítulo 9: Miradas, uys y nada más

Hay historias que no empiezan nunca y, aun así, te acompañan durante años. La mía con mi Gym Crush empezó con una mirada de siete segundos. Esa mirada que no es nada… pero tampoco es solo nada.

Durante meses nos cruzábamos en el gimnasio como dos protagonistas de una comedia romántica mal escrita: él miraba cuando yo no miraba, yo miraba cuando él fingía estirarse, y así, en bucle. Un ballet absurdo que ya dura tres años. Tres.

Hasta que un día, empujada por J. (mi hija, sí, mi hija) —que unas veces actúa como Pepito Grillo y otras como gurú del destino— decidí acercarme. Una valiente.

Me presenté como si estuviera en una rueda de prensa:

— Srta. Match, me llamo Srta. Match.

Lo dije con voz de heroína… pero tono de becaria. Él me miró con la emoción de una patata hervida y contestó:

— Ah, muy bien. Yo Guille.

Fin de la escena. Y fin de mi dignidad por esa tarde. En el grupo de Sex and the City, cómo no, la tertulia empezó al instante:

Paula: “Tía, esto es oro puro. Oro. Puro.”
Becky: “Una ameba emocional. NEXT.”
Marta: “Pregunta seria: ¿cambias de gimnasio o de planeta?”

Pero lo mejor vino después. Porque, tras ese encuentro, yo dejé de mirarle. Cero contacto visual. Yo, muralla china emocional.

Y entonces él empezó a acercarse. A ponerse a mi lado. A preguntarme si estaba usando máquinas que claramente no estaba usando. A aparecer con la precisión de un Houdini emocional que se materializa cuando menos conviene.

Y si te cuento las escenas que hemos protagonizado, te mueres.

La escena de las escaleras:
Yo bajando, él subiendo. Nos quedamos mirándonos tantos segundos que, si hubiera música de fondo, sonaría City of Stars.
Pero sin beso, sin guion… y sin decisión. Solo dos adultos paralizados por una atracción ridícula.

La escena del torno:
Llegamos a la vez. Momento de tensión máxima. Ni hola, ni sonrisa, ni nada. Dos pardillos intentando pasar la pulsera y el código sin rozarse los dedos. Erótico-festivo nivel gimnasio low cost.

La escena del supermercado:
Esa fue de Oscar. Giro una esquina… Él gira la misma. Nos chocamos. Yo digo “uy”. Él dice “uy”. En sincronía absoluta. Una coreografía perfecta para una comedia romántica que nunca llegará al segundo acto.

Pero la escena más mágica ocurrió en casa.

J., que a veces tiene un sexto sentido que ni la bruja Lola, estaba jugando a uno de esos tests absurdos de TikTok. Levantó la vista, me señaló con el dedo como si fuera un oráculo preadolescente y dijo:

— Voy a calcular tu compatibilidad con tu chico del gym. Mami, un 104% de compatibilidad, me anunció.
— Pero si es un juego random… y además no sé ni cómo se llama, contesté yo.
— Sí que lo sabes, insistió. Se llama tal.
— Ese no es.
— Que sí. Es ese.

Lo busqué en Google. Efectivamente: era él.

Y ahí pasó algo que no puedo explicar con lógica humana: mi Gym Crush sin nombre… tenía nombre. Nombre, vida, pasado, mapas, fotografías. De pronto dejó de ser un holograma musculado que aparecía y desaparecía entre máquinas,
y se convirtió en persona: en carne, historia y algoritmo.

No sé si fue casualidad, magia, intuición infantil o alineación astrológica, pero ese día entendí que hay conexiones que se intuyen antes de conocerse.Como si el universo, de vez en cuando, decidiera levantar una esquinita del telón para recordarte que no estás tan loca: algo había ahí, aunque no supieras ponerle nombre.

Aun así, seguimos igual que siempre: saludándonos, esquivándonos, reapareciendo… hasta llegar al glorioso avance de este año: el “hola, qué tal”.

Dos adultos de cuarenta y muchos —casi cincuenta— actuando como adolescentes con smartphone y contorno de ojos.

Incluso un día hablamos. Dos frases. Sobre un cinturón que él llevaba.

Él dijo:

— Soy mayor.

Y yo… no respondí. Porque soy absolutamente incapaz de contestar con naturalidad cuando me lanza una frase con subtexto.
Así que hice lo único que mi cerebro pudo gestionar: me reí.

Una carcajada absurda, nerviosa, completamente fuera de lugar. Esa risa que dices y piensas a la vez: ¿por qué me estoy riendo?, ¿qué estoy haciendo?, ¿puedo mudarme de ciudad?

Trece segundos de conversación. Nuestro largometraje completo. Y aun así… ahí sigue algo. Esa energía inexplicable que no avanza pero tampoco se extingue. Ese casi que ilumina lo cotidiano sin convertirse en nada más.

Porque entendí algo: no todas las historias vienen a vivirse. Algunas solo vienen a mirarse. A recordarte que todavía puedes sentir un pequeño vuelco en el estómago por alguien con quien solo has intercambiado miradas, uys y holas.

Y eso, a veces, también es amor.


El proyecto El amor en los tiempos del Match vive también fuera del papel:
  • en Instagram, donde su comunidad crece cada día @srta.match,
  • en su podcast en Spotify El amor en los tiempos del Match,
  • y próximamente en su novela homónima, que completa este universo sobre los vínculos, la ironía y la búsqueda de autenticidad en tiempos de pantallas.
Marian Gómez Campoy
Marian Gómez Campoy
Marian Gómez Campoy es Periodista y Fundadora del estudio boutique de Relaciones Públicas MGC&Co. Public Relations y de MGC&Co Talent gestión de talentos. Emprendedora nata. Especializada en incrementar la visibilidad de marcas y personas ante sus públicos objetivo en cualquier entorno. Experta en marca personal desde 2012. Trabajando para marcas multisectoriales nacionales e internacionales del sector de la moda, tecnología, belleza, gastronomía, decoración, finanzas, publicidad, teatro, lifestyle, servicios empresariales....etc.

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