Queremos la mujer pueda desarrollarse profesionalmente sin obstáculos, y hablamos de la necesidad de repartir las tareas del hogar para que esto sea posible, pero a veces esto último es tan díficil para los hombres como para las mujeres. Dice Lidia Heller que a pesar de las conquistas profesionales, las mujeres siguen tomadas por las obligaciones domésticas. Y, curiosamente, no siempre quieren abandonarlas.
Lidia Heller, investigadora argentina, llegará a Chile en agosto para hablar de éste y otros dilemas, y para responder a la eterna pregunta: ¿Es posible reinar en dos mundos a la vez?
Suena el despertador. Son las seis de la mañana y ella se levanta con una primera obligación: a las seis y media el desayuno de la niña debe estar listo. Y antes de esa hora, ella -la mujer- también debe estar lista. Gira la canilla, entra a la ducha, se baña, hace cálculos: al mediodía viene el electricista (le abrirá Carmen: la empleada doméstica) y hay que dejar las instrucciones por escrito para que el hombre no haga líos con los cables. También hay que hablar con Fernando -el marido- sobre el próximo fin de semana largo. ¿Dónde lo pasarán? Él quiere quedarse retocando una ponencia, pero ella piensa -mientras termina de bañarse- que necesita un descanso y que la niña -su hija- necesita estar al aire libre.
De cara a un país que se iba a pique -y con los índices de desocupación en aumento-, varones y mujeres reaccionaron distinto: ellos, en buena medida, se deprimieron en sus casas, y ellas salieron al mercado de trabajo a buscar dinero donde fuera.Sale de la ducha, se viste, prepara el desayuno, cavila: cuando llegue a la oficina tiene que arreglar una reunión de equipo. Ayer todo salió mal; el error de ayer no puede repetirse. ¿Cómo decirles? ¿Cómo reprenderlos sin ser una jefa odiosa? Eso se pregunta mientras despierta a la niña. Intenta ser cálida y maternal: le hace caricias. “Hoy será uno de esos días” piensa, y le acomoda el pelo. El director de su área decidió reorganizar departamentos: hay que estar alerta. “Al menor descuido me quitarán poder y espacio”, se dice a sí misma cuando toca la frente de la criatura. Oh, está caliente. La niña tiene fiebre y no podrá ir a la escuela, Dios Santo: llama a su madre. “¿Mamá? Por favor necesito ayuda, es urgente”, dice, y la madre hace sus propios cálculos: ella -la abuela de la niña- también trabaja. Pero accede a cancelar sus compromisos, y asistir a su nieta.
“Gracias, mamá”, dice ella, y corta y evalúa: si la fiebre sigue varios días habrá que hablar con Carmen para que venga más temprano. ¿Podrá Carmen más temprano? Luego mira la hora: son las siete menos cuarto; demasiado pronto para llamar al doctor: le manda un mensaje de texto. Luego envía otro mensaje a un compañero de trabajo: a la tarde se reúne la cúpula y hay que llegar a esa charla con un presupuesto definido. Recién, luego de ese escollo, ella podrá volver a casa y ver cómo quedaron los cables, ver cómo está la niña y… caramba: la cena. Tendrá que ver qué hace de cena. “Tengo el camino de regreso para pensar en eso”, dice la mujer mientras saluda a su marido -”quédate con la niña, que mi madre está llegando”- y se va. Aunque nunca -ya se sabe- terminará de irse.
Así es una mañana levemente agitada en la vida de una profesional que trabaja en los mandos intermedios de una empresa. O al menos así lo grafica -a grandes rasgos- la especialista Lidia Heller en “Voces de mujeres”: un libro donde Heller -investigadora argentina dedicada a los estudios sobre liderazgo femenino, y que viene a Chile invitada por Comunidad Mujer- trata de entender cómo hacen las mujeres económicamente solventes para congeniar, en pleno siglo XXI, los espacios profesionales con los espacios domésticos.
Las mujeres se preguntan si es posible tener todo, y yo digo que sí: que es posible, siempre y cuando no esperemos que todo sea perfecto -dice ahora Heller, sentada en su despacho luminoso y de cara a un ventanal por el que puede verse -lejano- el caos del Microcentro porteño. Abajo, en la calle y en la infinidad de oficinas que saturan la zona, miles de mujeres caminan -en este mismo instante- sobre el hilo fino que separa los mundos privados de los laborales. Y más allá del resultado -a veces caen; a veces resisten-, lo único cierto es que en el camino nunca están solas: siempre las acompaña, como un susurro amargo en el oído, la propia angustia.
A pesar de los avances, el enlace entre el trabajo y la vida personal sigue siendo un punto de conflicto para las mujeres -dice Heller-. No hemos resignado ni reasignado todas las tareas del ámbito doméstico, y a esto le incorporamos todas las responsabilidades del trabajo. Por lo que es inevitable que esta doble función nos esté haciendo ruido. Por no hablar del cansancio.
Heller -autora también del libro “Por qué llegan las que llegan”– empezó a pensar el problema del trabajo y el género décadas atrás, cuando ella misma -buscando empleo- se encontró llenando formularios donde se le preguntaba si estaba casada y si pensaba tener hijos: dos datos que hoy se asumen como discriminatorios -en Estados Unidos, esa indagación podría generar un juicio millonario- pero que entonces eran vistos como dudas naturales de una empresa.
Años después, en 1997, Heller profundizó su interés en el asunto cuando viajó becada a Suecia -en el marco del programa Women in management– y vio que en ciertos países europeos había investigaciones serias acerca del llamado “empoderamiento femenino”; es decir, de la forma en que las mujeres intentan superar barreras ancestrales y logran hacer que la educación, la trayectoria y las credenciales obtenidas valgan para algo en el mundo del trabajo.
Y finalmente, cuatro años más tarde -en el 2001 y durante una de las mayores crisis económicas que vivió la Argentina- Heller terminó de confirmar de modo empírico lo que ya se estaba vislumbrando en las encuestas: que el potencial femenino, si encontraba un cauce, era arrasador. De cara a un país que se iba a pique -y con los índices de desocupación en aumento-, varones y mujeres reaccionaron distinto: ellos, en buena medida, se deprimieron en sus casas y abandonaron el tradicional modelo de “las cuatro P” (varón protector, proveedor, potente y productor), y ellas salieron al mercado de trabajo a buscar dinero donde fuera: en empleos mal pagados, haciendo empanadas o limpiando pisos. A su vez, las que ya estaban insertas laboralmente -asegura Heller-, lograron escalar posiciones más rápidamente dentro de las corporaciones.
Las mujeres quieren ascender en el trabajo, pero no quieren resignar su rol doméstico: quieren tenerlo todo. Y lo que planteo es que se puede tenerlo todo, siempre y cuando no quieran tener un “10″ en todo y no caigan en el “síndrome de la supermujer”Así y todo, los años fueron pasando y hoy -aun cuando las mujeres representan la mitad del mercado profesional y son mayoría en las aulas- el universo del liderazgo reacomodó sus espacios de acuerdo con modelos arcaicos: en la mayoría de los países de América Latina, sólo el 3 por ciento de los más altos cargos en las direcciones de empresas está ocupado por mujeres.
Sin embargo, hay algo curioso -puntualiza Heller-. Acabo de terminar un estudio analizando cuatro multinacionales y viendo cuáles son las barreras internas y externas de las mujeres profesionales de mandos medios que trabajan ahí, y lo que ellas dicen es que las barreras internas son superiores a las externas. Las mujeres quieren ascender en el trabajo, pero no quieren resignar su rol doméstico: quieren tenerlo todo. Y lo que planteo es que se puede tenerlo todo, siempre y cuando no quieran tener un “10″ en todo y no caigan en el “síndrome de la supermujer” que quiere ser madre ejemplar, profesional exitosa, modelo de belleza y amante perfecta.
¿Realmente una mujer quiere ser todo eso?
Las argentinas y las chilenas no tanto, pero el resto de las latinas, sí.
Quizás haya que asumir que no se puede tener todo… Aprender a convivir con la falta.
Más que asumir, habría que tener claro el objetivo. Si tu objetivo es llegar a ser la máxima directiva de una empresa, entonces ahí habrá que ver cómo se reasignan los mundos personales. Quizás si tienes un hijo, debas repartir más tareas con una nana o con tu marido. O tal vez no sea el mejor momento para tener un hijo.
¿Cuál es el objetivo?
Esta pregunta cobra fuerza -según investigaciones académicas- entre los treinta y los cuarenta años: una década clave donde las capacidades de ascenso profesional coinciden, en el caso de las que eligieron tener una familia, con la crianza de hijos pequeños. ¿Es posible ascender con una criatura a cuestas? No queda claro. Un estudio realizado en Estados Unidos -y citado por Heller en su libro “Voces de mujeres”- advierte que por cada año que las mujeres posterguen la maternidad, ganarán un 10 por ciento más durante el ejercicio de su profesión. Y otras investigaciones -citadas también por Heller en su libro- señalan que entre los 25 y los 29 años las mujeres ganan el 87% de lo que ganan los varones, y que esa brecha aumenta cuando empiezan a tener hijos. De ahí en más, los ingresos se desploman a tal punto que las trabajadoras llegan a los 44 años ganando el 71 por ciento de los ingresos de los varones.
Conclusión: tener treinta y tantos años es fulminante.
Sí. Pero insisto: podría ser menos estresante si se supiera relegar o reasignar tareas. Muchas mujeres tienen la posibilidad de repartir tareas con los maridos, que están deseosos de tener otra participación en el mundo doméstico, y no lo hacen porque el hogar es un ámbito de poder que muchas no quieren ceder. Quieren seguir controlando la casa. El tema de ser “la reina del hogar” caló en varias generaciones.
Dilma, Bachelet, Cristina
Heller creció en una familia con fuerte presencia femenina. Su padre murió cuando ella era pequeña y su infancia quedó en manos de una mujer -su madre- que se formó profesionalmente y que tuvo que salir a buscarse la vida. Tomando a su madre como interrogante -y preguntándose cómo hizo para ir contra la corriente de la época- Heller escribió “Por qué llegan las que llegan”: un libro en el que aborda -entre otros temas- el problema de los mandatos familiares a lo largo de las décadas.
Mi madre fue una excepción, porque lo cierto es que recién en la década de 1980 llegó el aluvión de mujeres entrando a las universidades y al mundo público, y haciéndose espacio con las únicas herramientas que se conocían, que eran las masculinas. Esas mujeres usaban traje sastre, se mostraban duras y establecieron las pautas de conducta de un “modelo ejecutivo” que tomaba muchos elementos que parecían ajenos al género.
El caso emblemático fue el de Margaret Thatcher: una mujer que llegó lejos, pero con una dureza sorprendente.
Sí. De todas formas, pensar que ella era inusitadamente dura o que estaba “masculinizada” nos mete en una lógica muy binaria que nos ha encerrado. Creer que “las mujeres tienen un estilo más nutritivo” y “los hombres son más duros” es una trampa. Hay de todo en todas partes. Hoy, más allá de si nos gustan o no y de los debates que se instalaron en torno a la Presidenta Cristina Fernández, es interesante que las nuevas generaciones de ciudadanos estén lentamente dejando de pensar en función de “varón o mujer” y miren más las características que cada líder tenga, más allá de su género. Bachelet marca un estilo, Cristina otro, Dilma otro más… Esos modelos están empezando a aparecer.
¿En qué consisten esos estilos?
En primer lugar, en las formas de gestionar y armar las plataformas de poder. Bachelet llegó por propios méritos, mientras que Dilma y Cristina tuvieron mentores muy fuertes… No sé si hubiesen llegado tan lejos sin el esponsoreo de Lula y Néstor Kirchner. En cambio Bachelet llegó a través de una serie de alianzas, hubo mucho mérito propio en su llegada, y ese estilo fue marcando una forma de hacer política.
¿En Dilma y Cristina no hay mérito propio?
Por supuesto que sí. Sin mérito no se llega a esos cargos. Pero partieron con una plataforma masculina muy fuerte.
En términos de imagen hay una diferencia notoria entre Cristina Fernández y el resto de las jefas de Estado. ¿Qué opina?
Que el arreglo forma parte del gusto personal. Me molesta que siempre se ponga el foco más en lo externo que en la gestión misma.
Beatriz Sarlo, una analista muy respetada en Argentina, dice que en estos casos se trata de un cuerpo político: que no se puede hacer cualquier cosa con el arreglo pues ese cuerpo representa a un Estado, no a una persona.
Es cierto. Pero no creo que el arreglo sea el mayor problema de Cristina. En todo caso, tengo más interrogantes con un estilo de liderazgo solitario, muy centrado en su propia figura… Si uno analiza todos los requisitos que tienen que tener los líderes actuales, Cristina cumple algunos pero no todos.
Ella popularizó el uso del “todas y todos” en sus discursos. ¿Cree que eso es un avance en materia de género?
El “todos y todas” es importante porque el lenguaje no es neutro. Pero la agenda de género no se agota en el “todos y todas”. Creo que Cristina Fernández, más allá de que ha hecho grandes aportes a la identidad de género, no tiene conciencia de género. La conciencia es poder estimular a otras mujeres y trabajar por el liderazgo de otras mujeres, y creo que todavía hay una agenda de género que no está incluida.
Una mujer con las características de Cristina Fernández, ¿podría liderar en el sector privado?
No creo. No es lo mismo una carrera política que una ejecutiva. Difícilmente una ejecutiva llegue a altos cargos de poder si no tiene todas las competencias y los requisitos, y no muestra capacidad de liderar equipos de trabajo. En cambio en la política la carrera no es tan lineal y hay otros ingredientes. Lo que no significa que sea más fácil, más bien al contrario. En un debate muy interesante que se armó en Estados Unidos hace poco, se decía que ser mujer y miembro del gobierno es más difícil que ser mujer y personal jerárquico en una corporación.
El debate del que habla Lidia Heller tuvo lugar durante el mes de junio y giró en torno a la pregunta que desvela a Heller desde hace años: ¿Es posible ser mujer y tenerlo todo? En ese caso, la discusión se desencadenó cuando Anne Marie Slaughter, quien trabajó durante años con Hillary Clinton, escribió un artículo honesto e imperdible en el diario The Atlantic (publicado en Revista Ya, en la edición del 3 de julio). En esa extensa columna hablaba de los costos personales de trabajar en el servicio público, de sus jornadas laborales de 17 horas, de las dificultades de comunicación que estaba teniendo con su hijo de catorce años, y -finalmente- concluía que conforme las mujeres ganan posiciones de poder no es posible “tenerlo todo”. Por esa razón, Slaughter dejó el área pública y se dedicó al trabajo académico.
Esta columna se enfrentó a las palabras de Sheryl Sandberg, una CEO de Facebook que tiempo atrás había animado a las mujeres jóvenes a buscar los puestos más altos.
Creo que el saldo que dejó esa discusión, es que los puestos de máxima decisión, con carga laboral de 55 horas semanales, no son para todo el mundo: ni para hombres ni para mujeres. No depende de cuál sea el género sino de cuáles sean tus prioridades en la vida.
¿Este debate tomó estado público?
Sí. En Estados Unidos se referían a esa discusión como cat fight, debate entre mujeres.
¿Cat fight? ¿A un intercambio entre mujeres profesionales lo llamaron “pelea de gatas”?
Heller entorna los ojos, sonríe: resopla.
Sí, bueno. Todavía quedan algunos cambios pendientes.
A pesar de los avances, el enlace entre el trabajo y la vida personal sigue siendo un punto de conflicto para las mujeres.
Creer que “las mujeres tienen un estilo más nutritivo” y “los hombres son más duros” es una trampa.
Lidia Heller, es consultora e investigadora sobre temas de Management Femenino y Planificación de Carrera.
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