Tenemos retos actualmente que superan los previstos en los últimos decenios. Tanto en la vida personal, familiar y social, como en el entorno laboral, los cambios que han empezado a generarse a partir de la crisis financiera –y que aún no han terminado- nos obligan a un replanteamiento de muchos aspectos de nuestra vida. Desde los valores que han imperado en los últimos años, basados en la competencia extrema y la acumulación de beneficios, hasta el papel que las personas tenemos como miembros de una sociedad y un colectivo.
Ahora es más necesario que nunca reactivar aquellos valores de cooperación e innovación que se han enunciado como conceptos en los últimos tiempos pero poco se han implementado en la práctica. La imprescindible reducción de gastos para poder hacer más efectivos los recursos disponibles ha de ir aparejada, a mi entender, con unas políticas decididas de mejora del capital humano en las organizaciones. Sin las personas: su fuerza, conocimiento y motivación, no es posible, simplemente, salir del agujero.
Hemos aprendido que sólo es posible crecer e innovar en una organización si se genera un clima de confianza mutua, de respeto profesional y de riesgo compartido. Sólo se avanza, en terrenos inciertos y poco precisos, cuando la fuerza colectiva emerge.He participado en una experiencia recientemente en la que la visión “femenina” de cooperación y no competencia, de construcción colectiva, ha imperado sobre la consigna tradicional: “divide y vencerás”. En este caso, en una administración pública, porque el tema lo requería así, aunque los aprendizajes que se derivan de la propia experiencia indican su idoneidad y oportunidad para cualquier organización.
¿Cuál fue el punto de inicio? Como casi siempre, una voluntad de la dirección: queremos mejorar los criterios del urbanismo, el diseño y uso del espacio público, para que se adecuen a criterios de salud y cohesión social. ¿Cómo lo orientamos? Decidimos trabajar con dos ejes complementarios: construiremos un objeto común, una única misión compartida, por un lado. Y respetaremos la independencia y particularidad de diferentes disciplinas y enfoques profesionales que se complementen mutuamente.
Nuestra visión sistémica y basada en la teoría de la complejidad, nos había ayudado antes a realizar “lecturas analíticas” de las organizaciones, con el fin de mejorarlas. Pero construir un espacio común a partir de la nada era un reto aún más complejo. Destacaré tres elementos especialmente relevantes para identificar nuestra experiencia como una buena práctica:
- Dedicamos el tiempo necesario a la definición de la “misión” por parte de la dirección: debía ser coherente, compartida y con una visión clara de continuidad. El esfuerzo debía valer la pena, representar una transformación real.
- Dibujamos un mapa de procesos y agentes clave, a dos niveles: la dirección y los/as técnicos/as. En tanto que la cooperación requiere transversalidad, es del todo imprescindible que los procesos horizontales no se vean alterados por las dinámicas jerárquicas verticales.
- Formulamos la construcción de las propuestas innovadoras a partir de dos ejes principales: qué está probado que funciona (desde los diferentes ámbitos de trabajo implicados) y qué estamos dispuestos/as a asumir como un riesgo, de forma corresponsable.
En definitiva, hemos aprendido que sólo es posible crecer e innovar en una organización si se genera un clima de confianza mutua, de respeto profesional y de riesgo compartido. Sólo se avanza, en terrenos inciertos y poco precisos, cuando la fuerza colectiva emerge, de la mano de liderazgos basados en el compromiso y la gestión del riesgo.
Animo a las organizaciones, pequeñas o grandes, públicas o privadas, a generar procesos de cambio y mejora continuos, en la dimensión que puedan permitirse en cada momento, pero marcando una dirección, una dinámica que las mantenga vivas y con ilusión.
*Isabel Sierra es psicóloga y coach estratégica
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