Juan, mi quiosquero de cabecera, me dice que todos nos estamos volviendo viejos, sea cual fuere nuestra edad; y que eso es culpa de esta crisis de nunca acabar, que nos constriñe, nos maltrata y nos desespera; que ha hecho crecer la economía sumergida y aflorar los billetes de doscientos y quinientos euros, antes guardados no se sabe dónde, siempre a buen recaudo y a la espera de tiempos mejores, de urgencias familiares, imprevistos o de vaya usted a saber.
La verdad es que no estoy muy de acuerdo con Juan; sí en lo que se refiere a algunos aspectos de la crisis, pero la vejez no es sólo una cuestión de sumar años, sino más bien de inquietud intelectual. Don Santiago Ramón y Cajal, en un delicioso libro, El mundo visto a los ochenta años (Librería Beltrán, 1942), se pregunta por cuándo comienza la vejez y escribe que no deben preocuparnos las arrugas del rostro, sino las del cerebro, que no las refleja el espejo. “Tales arrugas metafóricas, precoces en el ignorante, tardan en presentarse en el viejo activo, acuciado por la curiosidad y el ansia de renovación. En suma, se es verdaderamente anciano, psicológica y físicamente, cuando se pierde la curiosidad intelectual, y cuando, con la torpeza de las piernas, coincide la torpeza y premiosidad de la palabra y del pensamiento”, concluye nuestro Premio Nobel.
La vejez no es sólo una cuestión de sumar años, sino más bien de inquietud intelectual. Y como dijo Don Santiago Ramón y Cajal, no deben preocuparnos las arrugas del rostro, sino las del cerebro, que no las refleja el espejo. Siempre he pensado que el deseo de adquirir conocimientos y habilidades, y también el deseo de transmitirlos, es -debiera ser- una constante en la condición humana. El magisterio y el aprendizaje, la instrucción y su adquisición tienen que continuar mientras existan personas y sociedades. La vida tal como la conocemos no podría seguir adelante sin que la alquimia del saber pase de generación en generación. Dice Sábato (y yo lo creo) que el hombre sólo cabe en la utopía y que sólo quienes sean capaces de encarar la utopía serán aptos para el combate decisivo, “el de recuperar cuanto de humanidad hayamos perdido”.
Cuento esto porque, con ilusión, leo en el periódico que en Londres se inauguró hace ahora dos años “The School of Life”, la Escuela de la Vida, un centro orientado a mejorar la calidad de vida de sus alumnos, la mayoría profesionales urbanos menores de cuarenta años, ayudándoles a buscar un enfoque más constructivo de su existencia. Y, según una alumna, a “consumir experiencias”. Patricia Tubella, que firma la información en El País, cuenta que “la antigua escuela londinense propone encarar nuestra vida de una forma diferente y a buscar la verdadera sustancia, en una sociedad obsesionada con la cultura del famoseo y con el placer efímero de, por ejemplo, adquirir el último bolso de moda que cotiza a precios astronómicos”.
La iniciativa de esa exitosa “School of Life”, que en el fondo es la escuela de siempre (¿de verdad lo es?), nos confirma que no podemos esperar a que la economía mejore a fin de que la educación mejore. La educación no puede ser un instrumento para que los ciudadanos encajen a la fuerza en una sociedad diseñada desde el poder, sino para que sean libres en la sociedad en la que viven. Es la educación -la continuidad educativa a lo largo de toda nuestra vida, profesional o no- la que debe mejorar a fin de que la economía cuente con más y más activos productivos y, por tanto, mejore también y nos devuelva la esperanza. Entre todos (también las empresas) hemos construido consciente/inconscientemente una sociedad competitiva y narcisista, en la que los protagonistas son la fama y el dinero, y en la que cualquier procedimiento, aunque sea deshonroso, parece válido, y hemos dejado en el camino eso que se llama cultura de empresa, que debería tener y retener su papel como factor determinante en el mundo de los negocios, vinculándose a valores y personas para hacerse universal.
La educación no puede ser un instrumento para que los ciudadanos encajen a la fuerza en una sociedad diseñada desde el poder, sino para que sean libres en la sociedad en la que viven. Los valores son la infraestructura moral indispensable de toda sociedad justa, y de cualquier organización que quiera obtener y conservar el preciado título de empresa ciudadana: aquella que, además de cumplir con su deber y comportarse éticamente, preserva y desarrolla el Buen Gobierno, trabaja por su reputación, desarrolla relaciones de equidad con todos sus grupos de interés y se compromete social, solidaria y activamente con la sociedad, integrando -como sostiene Adela Cortina- el respeto por todos los derechos humanos en el núcleo duro de la empresa y promoviendo su protección dentro de su área de influencia. Una empresa ética debe ser y percibirse como una institución de servicio público, como un bien público en palabras de Sen. Como uno es biempensante, tiene la impresión de que todavía estamos a tiempo de hacerlo posible. Tenemos una deuda social que debemos pagar entre todos, y ésa es nuestra responsabilidad. No podemos dejar escapar el futuro porque, como escribe Caballero Bonald, “quien que no tú vendrá a advertirme/ que el pasado/ no ha terminado de pasar”.
Otros artículos del autor…
- El Pluviómetro Feliz
- Elogio de lo sincero
- El reloj del cuco
- La destrucción creadora
- Soneto de lo posible
- Bueno, bonito y barato
¿Ya has visitado Columnistas en nuestra ZONA OPINIÓN?