Me cae bien Obama. Hasta es mi tipo: Elegante, buena planta, oratoria galáctica, carisma y magnetismo indiscutibles. Para colmo, atesora en su haber el gran logro de erradicar la discriminación racial en los americanos e ilusionar a un planeta huérfano de héroes. Pero seamos sensatos, para ganar el prestigioso premio aún está un poco verde. A no ser que los suecos quieran convertir el Nobel de la Paz en el de la Esperanza…
Hasta la fecha estos galardones se otorgaban en reconocimiento a contribuciones sobresalientes al desarrollo de la humanidad. Discursos de buenas intenciones y promesas de futuro no garantizan resultados óptimos. Las personas de bien deseamos de corazón la paz en el mundo y la convivencia fraternal entre naciones, pero careciendo de la dialéctica hipnótica de Obama y su repercusión mediática internacional, jamás nos darán premio alguno por ello.
También conocemos casos de miles de luchadores que se juegan la vida a diario o son torturados por defender la justicia, la libertad y los derechos humanos sin esperar nada a cambio, excepto mantener vivos sus ideales.
A mi entender acumulan más méritos por la paz Shadi Sadr, defensora a ultranza de la discriminación legal de las mujeres iraníes, o Ellen Johnson, primera presidenta electa de un país africano, Liberia, tras catorce años de atroz guerra civil.
Hasta el mismísimo New York Times – dejando de lado peloteo y falso patriotismo – proclamaba “Sorpresa despampanante” o el propio interesado declaraba “Creo que no me lo merezco”. Se me ocurren dos mujeres excepcionales que a mi entender acumulan más méritos por la paz que un Presidente, que a escasos ocho meses de la toma de posesión de su cargo, sigue sin cerrar Guantánamo, mantiene tropas en Irak, ha ordenado el envío de 21.000 soldados más a Afganistán, no ha solucionado nada en Oriente Próximo y prolonga la incertidumbre en otras zonas conflictivas como Corea del Norte o Irán.
La primera es Shadi Sadr, defensora a ultranza de la discriminación legal de las mujeres iraníes, activista contra la pena de muerte y las lapidaciones. O Ellen Johnson, primera presidenta electa de un país africano, Liberia, tras catorce años de atroz guerra civil, ejemplo para las mujeres de un castigado continente. Y no hace falta buscar en destinos remotos, aquí todos valoramos la labor de Vicente Ferrer con una dedicación ejemplar hacia los más desfavorecidos del planeta, que ya nunca conseguirá tan alta distinción porque los Nobeles no se conceden póstumos –como le ocurrió a Ghandi–.
La honorabilidad de los miembros de este tipo de jurados – seré malvada, me acaban de volver a la cabeza el príncipe monegasco y sus entrañables amigos del CIO – no es sinónimo de sentido común ni justicia en la toma de decisiones. Además, el honor y la dignidad también se presuponen en el resto de los mortales sin que seamos juzgados en nuestros trabajos y responsabilidades en base a ellos, sino por resultados tangibles y acertados.
Pero las buenas intenciones con voluntad férrea podrían convertirse en realidades. Ojalá todos – hasta el mismo premiado – tengamos que tragarnos nuestra incredulidad y sorpresa mayúscula porque Obama haga méritos sobrados para disfrutar con justicia de un galardón precipitado, de un Nobel preventivo. Obras son amores…
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