La utopía inacabada

Nati, mi queridísima nuera favorita, dice que la circulación vial en Vietnam se parece a lo que ocurre en un acuario. Cuando los peces parece que van a chocar unos contra otros, en el último momento se esquivan con maestría y prosiguen impasibles su siempre limitado desplazamiento. En las calles de Hanoi, por ejemplo, coexisten no siempre pacíficamente algunos miles de coches, más de un millón de bicicletas y tres millones y medio de motos  dispuestas a empotrarse unas contra otras.

Los motoristas, que han gastado su dinero en un casco fashion  (a dólar la pieza), no respetan señal de tráfico alguna y van a su aire, tocando el claxon mientras hablan por el móvil como si llegaran tarde a su karaoke favorito, un negocio floreciente del que familias y amigos han hecho su principal distracción. Las motos facilitan no sólo el desplazamiento urbano/interurbano sino también que la capital de Vietnam funcione: si hubiera tres millones y medio de coches, sin estructuras viarias adecuadas y suficientes, Hanoi se colapsaría irremediablemente.

Como en el siglo XV el rey vietnamita Le Thanh Tong había dejado grabado en las piedras del Templo de la Literatura que "el talento y la virtud son las fuerzas fundamentales del país", le pregunté a nuestro guía local si por casualidad en Vietnam había corrupción, y respondió: "No hay corrupción; hay muchísima corrupción". Algo inevitable, dijo con ironía, hasta que "dentro de unos mil años se instaure definitivamente la sociedad comunista".

Como dirigentes responsables que buscan competitividad, innovación y productividad para sus empresas e instituciones, deberíamos esforzarnos por cumplir, según la famosa formula de Kant, con los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse.También en Vietnam, la insidiosa lacra se extiende por todas partes, y a nuestro pesar parece definitivamente instalada en el tejido social de numerosos países, mientras celebramos un día mundial en su contra y algunos organismos internacionales se afanan en buscar la formula magistral para erradicar la perversa -esta sí- arma de destrucción moral y masiva llamada corrupción.

La educación y la democracia (la libertad y la legalidad conjugadas, como acierta al definirla Vargas Llosa) son el único camino hacia un mundo sin corrupción. Singapur, la nación más globalizada del planeta según el ranking del Foro Económico Mundial, es uno de los países con más alto nivel de educación y menos corrupción del mundo. Los vietnamitas, que viven un régimen de partido único, creen que en Singapur no hay corrupción porque, además de castigarse duramente, entre sus vecinos habitantes se ha extendido la teoría de los tres noes: no se necesita, no se atreve nadie a corromper y, además, no se puede.

Si hay, o no, corrupción en Singapur es difícil saberlo porque ni existen televisión y prensa independientes ni el régimen es democrático: el modelo Singapur no puede ser universal (existen  principios universales nunca modelos que lo sean) cuando, como escribe Andres Oppenheimer, "hay varios ejemplos de países democráticos -desde Finlandia hasta India, pasando por Chile- que han logrado mejorar su nivel educativo y desarrollar sus economías sin tener que cercenar libertades fundamentales."

Se impone no solo reflexionar, sino hacer algo más para que la desigualdad (algo que propician la corrupción y la incultura) no hagan presa entre nosotros. Como dirigentes responsables que buscan competitividad, innovación y productividad para sus empresas e instituciones, deberíamos esforzarnos por cumplir, según la famosa formula de Kant, con los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse. El filósofo alemán ya había dicho que "el hombre sólo puede ser persona por la educación. Él no es más que lo que la educación hace de él." Y esa sentencia, una hermosa reflexión, también puede aplicarse a la empresa, porque sin hombres y sin mujeres cabales y decentes no hay institución que merezca la pena, y viceversa.

Hace algunos años el Pacto Mundial añadió un décimo principio a sus nueve originarios; precisamente, la lucha contra la corrupción, una tarea a la que no pueden ser ajenas las multinacionales y que no se agota nunca.
Y no deberíamos olvidar que hay instrumentos para conseguirlo: por ejemplo, el Pacto Mundial. Diez mil empresas/instituciones/organizaciones (mas de mil en España) han suscrito el Global Compact, cuyo fin principal es promover la creación de una ciudadanía corporativa global que permita la conciliación de los intereses y procesos de la actividad empresarial con los valores y demandas de la sociedad civil, así como con los proyectos de la ONU, de organizaciones sectoriales internacionales, sindicatos y ONG. En estos tiempos, el Pacto Mundial es una iniciativa de mínimos, un marco de ayuda a las organizaciones para fomentar la responsabilidad cívica, la dignidad para todos y el compromiso.

Hace algunos años el Pacto Mundial añadió un décimo principio a sus nueve originarios; precisamente, la lucha contra la corrupción, una tarea a la que no pueden ser ajenas las multinacionales y que no se agota nunca. Hablamos del poderoso caballero don dinero y, desafortunada y conscientemente, desde hace algunos años hemos hecho virtud de la búsqueda del beneficio material exclusivamente. Si queremos un mundo mejor hay que cambiar ese paradigma y, con decisión y esperanza, luchar por un futuro diferente para nuestros hijos porque, como escribiera John Stuart Mill, "la idea de una sociedad en la que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva".

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