No me pregunten por qué las máquinas, en general, siempre me inspiraron cierta desconfianza. Justo lo contrario que los libros a los que me acerco con total entrega. Para explicarlo podría recurrir a un tópico elemental: soy de letras, aunque el lado oscuro del asunto, en el fondo, puede que tenga que ver con el poder y su uso.
Prefiero poner un ejemplo sobre el tema que, en modo alguno, considero una respuesta definitiva. Finalizaba hace bastantes años una de mis jornadas de madre de familia, es decir: después del trabajo habíamos cenado, la cocina estaba recogida, mis hijas habían hecho los deberes, estaban bañadas, acostadas, la pequeña, de tres años dormía tras haber demandado desde su cama los correspondientes vasos de agua como tanteo de la disponibilidad paterna. Un suspiro de alivio al hundir, por fin, el cuerpo cansado en el sofá. Esa noche la caja tonta estaba más tonta que nunca y fue una opción a descartar, acaso el libro que estaba sobre la mesita…
Como si se tratase de uno de esos castigos mitológicos, los dichosos cuadraditos no me daban tregua, pero ahí estaba la gracia. Apilaba y apilaba sin parar…De pronto, mis ojos se toparon con una maquinita abandonada que, como todas, me suscitó malévolas sospechas. ¿Para qué demonios serviría ese chisme? ¿Sería uno de los nuevos gadgets de mi marido? Uno de esos con los que, día sí, día no, le premiaban en la oficina para “facilitarle el trabajo”. ¡Ah! Aquellas edades inocentes y casi pre-tecnológicas… Pero no, aquel artefacto no pertenecía al mundo laboral, tenía toda la pinta de ser un inocente juego electrónico. Sin duda, lo había olvidado sobre la mesa del salón una de mis hijas, al igual que la zapatilla de deporte sobre la alfombra que ya no me iba a molestar en recoger.
Afortunadamente, y en beneficio de mi equilibrio mental, hacía mucho que había renunciado al modelo de perfección hogareña que no sé qué insensata decidió promulgar. No sin temor y con cierta dificultad puse en marcha el aparato y, en su pantalla, comenzaron a surgir cuadrados unidos, integrando distintas formas, que adecuadamente orientados, se podían y debían ensamblar en los correspondientes huecos de un bloque.
Como si se tratase de uno de esos castigos mitológicos, los dichosos cuadraditos no me daban tregua, pero ahí estaba la gracia. Apilaba y apilaba sin parar; el trabajo se amontonaba como se amontona la colada en el cesto de la lavadora, pero la habilidad para controlar aquella avalancha, aunque no tenía nada de heroica, resultaba mucho más desafiante que poner en marcha el programa “Algodón 90º”. Me dieron las tantas y esa noche, mientras dormía, mi mente era una pantalla gigante en la que caían, una tras otra, piezas inmensas y cuadradas, de todas las formas posibles, que tenía que ensamblar. A estas alturas, y si lo he explicado bien, todo el mundo debería saber que se trataba del famoso Tetris.
Esa maquinita nos enseñó durante unas semanas, a mi marido y a mí, lo que era el vicio. Durante aquellos días, nos sentábamos juntos en el sofá acechando a que el otro acabase el juego para aferrar la mini-consola y superar la puntuación.Esa maquinita nos enseñó durante unas semanas, a mi marido y a mí, lo que era el vicio. Luego nos reímos al recordarlo pero, durante aquellos días, nos sentábamos juntos en el sofá acechando a que el otro acabase el juego para aferrar la mini-consola y superar la puntuación. Nos abalanzábamos compulsivamente en nuestro turno sobre el aparato con cara de perro hambriento al que le ponen la comida en el plato. Menos mal que la cosa duró poco: hasta que se acabaron las pilas. El invento terminó tirado en el cesto de los juguetes viejos, y creo que todavía anda por ahí, porque, por suerte para ellas, a mis hijas el juego no las encandiló: fueron más inteligentes que nosotros.
Recuerdo aquél entretenimiento adictivo de apilar cubos, aquellos ordenadores que funcionaban casi a pedales cuando el banco de galeras de la empresa aún no exigía del ejecutivo una esclavitud tan despiadada; los móviles-ladrillo cuando las empresas de telefonía aún no nos bombardeaban con anuncios impertinentes en los que, como ahora, se ofrecen a formar parte de nuestras vidas, ni nos abrumaban con llamadas telefónicas ofertando tarifas más y más competitivas.
Pero esos gadgets pre-históricos eran ya la amenaza de lo que se nos venía encima. Aquello era sólo el principio del control de la máquina sobre el hombre.Pero esos gadgets pre-históricos eran ya la amenaza de lo que se nos venía encima. Aquello era sólo el principio del control de la máquina sobre el hombre. Y si no que se lo digan a más de uno cuando el mejor de sus momentos de ocio queda destrozado por un pitido amenazador e inexcusable: el de la blackberry.
Para ablandar mi desconfianza sólo haría falta que diseñasen máquinas con un poco de tacto. No, no me refiero a la nueva generación de tecnología táctil, sino a tacto del otro, del nuestro, o del que a veces en nosotros, los humanos, también se echa en falta. Máquinas que pensasen en sus usuarios y dijesen algo así como: no, ahora, no, que no es el momento, esperaré un poco a que se haya tomado tranquilamente la caña con los amigos y luego le comunico el e-mail del jefe diciéndole que, por culpa de la crisis, queda despedido.
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