Mil rostros de mujer

El 25 de noviembre es el día elegido por la Asamblea General de las Naciones Unidas como Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. Lamentable que hiciera falta algo así. A partir de entonces, empezando por las discusiones en torno a la nomenclatura, se suceden datos, iniciativas, celebraciones, homenajes, programas. Todo parece poco. Todo es poco.

Siempre me he preguntado cómo empezó esto. La violencia es tan antigua como la humanidad, un resto de la necesidad de sobrevivir. La violencia ejercida sobre el débil un vestigio de épocas anteriores a lo que llamamos civilización, porque es incompatible con el hecho de ser civilizado. Pero en algún momento, en los albores del tercer milenio, surgió la etiqueta de la Violencia de Género porque había que poner nombre a un fenómeno que había comenzado de súbito o del que, de pronto, se empezaba a hablar. No voy a dar datos, estadísticas, ni porcentajes que todos conocemos ya. No quiero entrar en diatribas sobre si mueren a manos de sus parejas más mujeres inmigrantes o de clase baja, pertenecientes a grupos marginales o con problemas económicos, más en el norte o en el sur, en Oriente o en Occidente.

Me preocupa que cualquiera decida que puede matar a otro. Me da igual cuál sea su género. Me horroriza que haya gente capaz de hacerlo. Punto. Me subleva que se destruya con ácido el rostro de una criatura porque va a la escuela, se oculte a un ser humano bajo un burka, se lapide a una mujer por divorciarse o se venda a una niña por un puñado de rupias. Me espanta que todavía seamos tan incivilizados como para hacer cosas así. Eso si extiendo la mirada por toda la Tierra. Si me quedo aquí, en Occidente, en el considerado “primer mundo”, y enciendo el televisor, seguro que seré testigo de un suceso acontecido a dos paradas de metro de mi casa. Donde no hay creencias religiosas ni sociales extravagantes, ni barriadas marginales. Donde existe un sistema judicial que funciona, que protege, que defiende los derechos de las personas. Seguro que oiré que algún cafre ha apuñalado a su expareja, perdonen la expresión. Se había saltado la orden de alejamiento, estaba celoso de su nuevo novio, le había dicho que sería de él o de nadie.

De ahí la etiqueta de “Violencia de género”, porque algunos la practican impunemente contra las mujeres, sólo por serlo. Por que la consideran un objeto de usar y tirar. Por decidir poner fin a una relación que no funcionaba, o que no aportaba lo que tiene que aportar una relación, que es afecto, seguridad y respeto. Por querer ser libre. Por tener el valor de empezar de nuevo.

Escucho también que hay casos de mujeres que no denuncian el maltrato porque están desamparadas, por que no tienen recursos económicos para subsistir al margen de la convivencia con el maltratador y otras que retiran la denuncia por miedo a la represalia, y la represalia, en todo caso, se salda igual: con los servicios sanitarios que salen del domicilio que compartían llevando una camilla con una sábana blanca. Otro dato para la estadística. Otra muerte injusta, absurda, dolorosa. Hijos huérfanos, una familia destrozada, un grupo de amigos o vecinos que piden que “se haga algo”, otra autoridad explicando lo que se hace. Otro cáncer de esta sociedad enferma.

No voy a reclamar desde aquí más medidas, ni más efectivas, no voy a hacer una reivindicación. Pero sí me gustaría llamar a la reflexión a todos, que pensáramos dónde estamos fallando como sociedad. Algunas de esas mujeres que pasan a ser un dato han tenido la mala suerte de cruzarse en el camino de un desalmado, alguien lo suficientemente bajo como para dar rienda suelta a sus instintos asesinos. O un hombre perturbado por el consumo de drogas o de alcohol. O vencido por la depresión, por los problemas económicos, por el desempleo. Nada de esto justifica el quitar la vida a un ser humano, del género que sea. Pero si buceamos en esos datos, encontramos sorpresas que superan lo tópico: ancianos hastiados por una relación gastada, jóvenes de buena posición que no encajan en ninguno de estos supuestos.

Hombres que no serían capaces de matar, que sostienen que a su mujer nunca la han puesto la mano encima, pero que maltratan de palabra. He sido testigo muchas veces de cómo un marido manda callar de malos modos a su mujer y también me ha dolido como un golpe. Y me ha llevado a preguntarme dónde comienza esto, si es algo que está dentro del ser humano y no puede evitarse, si es el signo de los tiempos. Quiero pensar que no. Quiero pensar que todas las iniciativas y programas que se han puesto en marcha desde que este problema se hizo crónico están contribuyendo a que esa estadística no se dispare, aunque no sean suficientes, ni lo bastante ágiles a veces. Quiero pensar que todos los esfuerzos están sirviendo para algo, aunque por desgracia no sea posible acabar por completo, ni de forma inmediata, con esta lacra. Quiero que el 25 de noviembre se caiga del calendario y que lo sustituya una de esas fotos enormes, hechas con miles de fotos pequeñitas: mil rostros de mujer. Mil rostros serenos de seres humanos, sin género ni número.

*Relato de Amelia Pérez de Villar sobre la Violencia de Género, en pie de página.

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