Elena de Borbón: Torera

El título de este artículo tiene toda la intención: no soy taurina ni monárquica. Eso no implica que no sepa reconozcer la belleza inmensa de un traje de luces, la elegancia de un capote o el poderío que luce nuestra infanta en cada boda real dejando a la altura del betún al resto de sosainas invitadas.

Elena de Borbón
-desde mi parecer- tiene tres momentos memorables: las inolvidables lágrimas que todos retenemos en la memoria durante el desfile inaugural de Barcelona 92 al paso de la delegación española con su hermano como abanderado; el recibimiento en el puente de Juan Bravo de Madrid como una ciudadana más de nuestra selección de fútbol tras ganar la Eurocopa -a pesar de haber asistido la noche anterior en el palco del estadio vienés al partido de la victoria- repartiéndose hasta un total de ocho banderas patrias por todo el cuerpo: en pendientes, pulsera, llavero, correa del reloj, horquilla, cinturón, camiseta y en la enseña que portaba al hombro.

La monarquía y las jefaturas de estado por herencia de sangre en pleno siglo XXI son discutibles, al igual que es criticable utilizar tres aviones para asistir a una boda de los primos suecos cuando hay cinco millones de españoles sin trabajo. Y hace escasos días, desafiando la polémica antitaurina, en el paseíllo camino a la iglesia en la que Victoria de Suecia contraía matrimonio. Imposible lucir mejor la españolidad y la esencia de nuestras tradiciones con una obra de arte de Lorenzo Caprile: una chaquetilla torera con caireles incluidos acompañada de una magnífica falda de vuelo a modo de capote en movimiento. Como complemento castizo, la redecilla goyesca que adornaba el recogido. Dejando a un lado las opiniones personales acerca del modelo -para gustos los colores- ella lucía tremenda.

Las bodas de la realeza europea me resultan rancias por arcaicas, repetitivas, monótonas, carentes de cualquier emoción, con un guión tan previsible que provoca bostezos. Por todo ello es de agradecer el salero de Elena de Borbón, aportando determinación entre tanta consorte políticamente correcta, pero aburridas a más no poder. La monarquía y las jefaturas de estado por herencia de sangre en pleno siglo XXI son discutibles, al igual que es criticable utilizar tres aviones para asistir a una boda de los primos suecos cuando hay cinco millones de españoles sin trabajo -o lucir sin pudor diademas con un valor monetario que equivaldría a la cesta de la compra durante meses de muchas familias que tienen a todos sus miembros sin empleo-. Pero ese es otro debate. Ya que de momento nos toca por imposición constitucional asistir al equivalente a una alfombra roja de “royals”, al menos que sea una princesa española la que se pone el mundo por montera, aportando color, estilo propio y originalidad, mientras Caprile -un diseñador genial, de nuestra tierra- despliega talento ante toda Europa.

La mayoría de las féminas de la nobleza europea pecan sistemáticamente de mal gusto – el dinero y los asesores no lo son todo-, otras posan tan estiradas que parecen haberse tragado el palo de una escoba –para saber estar primero hay que saber ser-. Elena, Infanta de España, demuestra que sólo un físico agraciado no es garantía de éxito. Sí lo es el aplomo, la valentía, la naturalidad y una personalidad genuina.

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