Los expertos explican los recuerdos como una función mental que se produce por las conexiones sinápticas neuronales. Los describen como una imagen que proviene de un tiempo pasado que se presenta en la memoria actual. Una capacidad de la memoria, ya que esta tiene la aptitud de almacenar las informaciones, retenerlas acorto, medio o largo plazo y volverlas al presente.
Y son esas situaciones, esos momentos aunque duren unas horas, un solo día, los que hacen que la vida tenga otro color, el color de la sorpresa, el color de lo imprevisto, el color de la emoción.Re (de nuevo) y Cordis (corazón) es la etimología latina de la palabra recuerdo. Con lo cual, cada vez que decimos a alguien que le recordamos, no le decimos que le volvemos a pasar por la mente , le decimos que le volvemos a pasar por el corazón, que volvemos a sentir con ella, a querer con ella o a sufrir con ella.
Es el efecto multiplicador de la palabra lo que la convierte en mágica, la convierte en un ciclón capaz de arrasarlo todo, de barrerlo todo hasta encontrar el camino directo al corazón, para después transitar lentamente por él.
El otro día les preguntaba a mis hijos cual era su recuerdo más antiguo… dudaban, no parecían seguros de querer contármelo… Y entonces me preguntaron a mi.
Y les conté mi primer recuerdo: Era mi cumpleaños. Cumplía siete años. Mi madre organizó una fiesta en mi casa. Estaban todas mis amigas. Llegó el momento de la tarta y en el momento que soplaba la velas… oí las llaves en la puerta. Era mi padre que volvía de trabajar. Deje todo y fui a su encuentro. Recuerdo que la luz de la puerta se colaba por el pasillo de mi casa, iluminando la figura de mi padre al avanzar hacia mí y dándole a la escena el brillo y la magia de un sueño. Me dio un regalo. Era un joyero rojo. Me encantaban las pulseras y los collares y nunca imaginé que podría guardarlas en un joyero tan bonito y nunca pensé que fuera mi padre quien me lo regalara. No recuerdo que me dijera nada pero en ese momento me olvide de las niñas, del cumpleaños y de la tarta y sentí que los dos con el joyero en la mano formábamos un mundo aparte. Desde entonces no creo en la importancia de los cumpleaños solo creo en el poder del soplo. Y desde entonces para mí y para mis hijos no hay cumpleaños sin soplo.
Han pasado cuarenta años desde entonces y trece desde que murió mi padre. Tengo infinidad de recuerdos con él; bailando en mi boda, enseñándome a conducir, haciéndonos fotos en los muchos viajes que hicimos juntos…
Pero ninguno me resulta tan conmovedor como el de aquel día y es precisamente ese recuerdo, el escondite favorito donde me refugio cuando le echo de menos, cuando quiero protegerme de su pérdida. Miles de veces he vuelto al soplo de aquel cumpleaños para volver a ver a mi padre acercándose hacia mí por el largo pasillo de la casa de mi infancia, un pasillo interminable que simbolizaba la distancia entre dos mundos… Y cada vez ese recuerdo es más nítido… y muchas veces no sé si es un recuerdo o un sueño…
Nunca volví a hablar con mi padre de ese día de mi infancia, quizás él no se acordara, o para él no tuviera importancia y eso, arruinaría la belleza de mi afán por recomponer ese recuerdo
A veces la vida te ofrece situaciones luminosas que te embargan de felicidad, ocurren cuando menos te lo esperas y a veces con quien menos te imaginas.. Quizás para los demás no tienen ni olor ni sabor pero a ti te han hechizado y las recuerdas durante toda la vida. Y son esas situaciones, esos momentos aunque duren unas horas, un solo día, los que hacen que la vida tenga otro color, el color de la sorpresa, el color de lo imprevisto, el color de la emoción. Y son esas situaciones, las que aunque nos parezcan breves, han dejado de ser temporales para convertirse en eternas, porque las guardamos para siempre. Son lo único que realmente nos pertenece, lo único que ya nadie nos podrá quitar y donde podremos escondernos y protegernos cuando más lo necesitemos. Son los aromas, los momentos, las personas que perdimos pero que nunca dejamos de sentirlas.
Y al recordarlas notaremos que el pasado nos sonríe y nos hace un guiño, como si fuera un viejo amigo que nos anima a que rocemos con los dedos la belleza de un día corriente, a que descarrilemos por un momento del tren de la rutina y degustemos el sabor de los días que aún están por venir. Porque esos suaves roces y esos dulces sabores aunque ahora no los apreciamos son los recuerdos del mañana.
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